sábado, febrero 24, 2007

Ser alguien



Estaba con uno de mis mejores amigos, Daniel (más conocido como el Doctor Danny) y nos bajó la nostalgia dentro de nuestro estado etílico. Escuchamos una canción del rapero italiano Jovanotti "Yo penso positivo" y, en una parte, habla de grandes personajes de la humanidad. De esos que han dejado huella. Che Guevara, la madre Teresa de Calcuta, Malcom X, entre otros. Y me bajó un miedo y vacío existencial.

Cuando todas las personas que me conocieron mueran, será como si yo nunca hubiera existido. Quizás dentro de 200 años alguien buscará un artículo que escribí en el diario y verá mi nombre en el crédito. Eso no importará, porque esa persona futurista estará sólo interesado en la crónica que redacté.

No creo en el Cielo ni en la posteridad del alma a la muerte (aunque de corazón me encataría creer). Me gustaría tanto poder hacer algo que quedara a la humanidad... algo que trascendiera a mi existencia, tal como lo hizo Pablo Neruda o Kurt Cobain. En estas horas estoy cumpliendo 25 años y me doy cuenta que, si bien he logrado logros profundos en mi vida, tengo dudas que alguno de ellos dure hasta la posterioridad. Que dentro de 500 años alguien diga "Sí, el Felipe, ese reconocido...". ¿Reconocido qué?

Todo debe pasar por mi ausencia de sentimiento de trascendencia. Soy como soy, a pocas gente le gusta. Querido y odiado, pero hasta ahora una persona más.

Me gusta terminar mis post con una frase para el bronce... esta vez no se me ocurre. Soy mediocre, fome y ordinario. Quizás ese sea mi legado. Ahora entiendo el dicho "peor es nada". Lo que sea, menos nada.

sábado, febrero 10, 2007

Luna


El trabajo me tiene absorvido, ese es el principal motivo que me había tenido alejado de los blogs. Pero también existe otra razón: tarde o temprano tenía que llegar a este escrito, que por miedo había querido evitar. Es sobre una persona muy especial, de las que más he querido durante mi corta vida.

Estoy hablando de James Díaz Cassels, mi abuelo, o tata, como a él me refería. Deben comprender muchas cosas, que dudo sea capaz de transmitirlas fielmente a través de las palabras, pero no hay peor trámite que el que no se hace, como dicen.

Siempre fui el regalón de mi tata, cuando yo nací coincidió con el momento en que él jubiló de la RCA. Eso, y tomando en cuenta que hasta ese momento mis otros primos vivían fuera de Santiago, se juntó para que él y yo nos convirtiéramos en "yuntas".

Tengo tantos lindos recuerdos de "Don Jimmy" (como todo el mundo le decía) que al escribir esto no puedo evitar que mis ojos se pongan vidriosos. Me acuerdo que todos los viernes me iba a dormir a su casa y, como un ritual, en la noche partíamos a la Plaza Egaña a jugar la Polla Gol. Aunque yo no tenía la menor idea de fútbol, de todas maneras me dejaba jugar a algunos partidos. Claramente nunca ganamos.

Pero la noche no terminaba ahí. Después nos pasábamos al ginmasio Manuel Plaza y veíamos peleas de box. Yo, un infante, alucinaba con este panorama. También debo confesar que, contra las indicaciones de mis padres, me compraba helados y cuanta tontera se cruzara por mi mente.

Otro de nuestros panoramas consistía en ir a ver al Arrieta Guindo -un equipo como de cuarta o quinta divisón- y éramos de los pocos espectadores que esos partidos tenían.

Pero mi tata era mucho más que eso. Irradiaba una alegría que nunca había visto. Todo el mundo lo quería, tenía amigos muy ricos y muy pobres. Para él, todos los hombres eran iguales. Me contaba sus historias de cuando joven, como por ejemplo que en una ocasión tomó tanta cerveza que tuvo que ir al baño del bar para vomitar. La gracia es que a los cinco minutos estaba sentado en la barra.

Me acuerdo de sus historias de jugador de basketball y de cómo en su casa todos se hablaban en inglés. Esto, porque mi bisabuela nunca se manejó en español. Para que se puedan hacer una idea de la clase de persona que estoy hablando, deben tomar en cuenta, por ejemplo, que hasta los 50 años fumaba 60 cigarros al día. Por no perder una apuesta dejó el vicio para siempre.

Entre sus amistades se encontraba Pachuco, el de la Cubanacana. Y cuando me veía su saludo era "Felipín, cabeza de volantín". O "saltarín", o cualquier palabra terminada con ín que se le ocurriera.

Y así llegamos al verano de 2004, cuando a los 82 años el cáncer le ganó. Nunca me voy a olvidar de ese 6 de enero. Temprano mi papá me llamó y me dijo que, con mi hermano, debíamos ir hoy al hospital porque el tata estaba mal. Cuando llegamos a la puerta de la pieza, en el pasillo estaban todos mis tíos con los ojos rojos de tanto llorar. No me tuvieron que decir nada más.

Entré a la pieza y ahí estaba, rodeado de un extraño olor -que ahora reconozco como el aroma de la muerte-. Lo más fuerte ocurrió en un momento que nos quedamos solos. Casi no hablaba, pero tomó mi mano y me dijo "tengo miedo". Yo le decía que se quedara tranquilo, pero en el fondo yo tenía tanto miedo como él.

Al rato, cuando mi papá me fue a dejar con el Alberto a la puerta del hospital, nos abrazó y se puso a llorar. Era la segunda vez que lo veía quebrarse, la primera había sido en 1991 con la muerte de la tita (mi abuela).

En la noche de ese día iba con Alberto por Avenida Bilbao, cuando sonó mi celular. Era mi papá. "El tata ya se murió" fue lo único que me dijo.

Sin decir nada manejé hasta mi casa, llegué a mi pieza, cerré la puerta con llave y lloré lo más fuerte que pude. Al rato me vino a acompañar la Rocio. Cuando la fui a dejar me dijo "mira al cielo". La luna ese día estaba más llena, grande y luminosa que nunca. Ahí lo entendí, fue el último regaloneo que me hizo. Cada vez que hay luna llena me acuerdo de él, de sus tonteras, chistes e historias, y no puedo evitar sonreir y sentirme afortunado de haber tenido al mejor abuelo que ha existido.